Poner el pino

  Me contó mi abuelo (1900-1998) que fue la quinta de los nacidos en 1897 la que inauguró la costumbre de poner el pino en Agudo. No dudo de la veracidad de esta información por dos razones; mi abuelo tenía una memoria excelente y, además, el segundo de sus hermanos fue uno de los protagonistas de la gesta. Así pues, no cabe duda de que hablamos de una tradición ya consolidada.
  El sistema de quintos (uno de cada cinco) se originó en Castilla en el primer tercio del siglo XV, aunque sería en 1732 cuando se estableció el método de quintos forzosos, elegidos anualmente, con el fin de sostener un ejército nacional. La idea no contó nunca con la estima del pueblo, especialmente del grupo de los campesinos, que hubo de aportar la mayor parte de los efectivos requeridos. Muestra de la animadversión popular es la copla difundida tras la promulgación de la Ley de Reclutamiento y de Reemplazo de 1885, que permitía la sustitución del "agraciado" por otro individuo o salir del trance mediante el pago de 1.500 pesetas:
Si te toca, te jodes,
que te tienes que ir,
que tu padre no tiene
seis mil reales pa' ti.
      Durante el siglo XVIII se generó la costumbre de exigir determinadas cantidades de dinero a los mozos favorecidos en el sorteo, que irían destinadas a los nuevos soldados. Desconozco si esta práctica afectó a Agudo y si el caudal sirvió para realizar algún festejo que animara a los nuevos quintos. Tampoco se me ocurrió preguntar si la puesta de los pinos sustituyó a algún hábito anterior o surgió ex novo  y ya no queda nadie de los que podrían haber solventado mi ignorancia.
      Hasta mediados del siglo pasado o poco después los pinos se ponían en la plaza de la iglesia parroquial; los fastos en honor del Resucitado tenían lugar en la madrugada del sábado de gloria y, según parece, la actuación de los quintos carecía de relación con aquéllos. Tras la adquisición de la actual escultura se instituyó la procesión del domingo de Resurrección, coligándose pronto los actos religiosos con los mundanos y modificando los escenarios urbanos de la fiesta. Hacia 1970 ya era costumbre que la imagen sagrada presenciara el derribo de los pinos, que se ponían en la placeta frente a la fachada sur de la ermita (oficialmente paseo de Juan XXIII). La zona estaba empedrada y, todos los años, se cavaban unos hoyos que después debían repararse –a ningún responsable de la gestión pública se le ocurrió realizar unos alcorques apropiados donde efectuar la plantada ̶ .  Por entonces, los pinos eran y parecían pinos, nada que ver con las cucañas de los últimos tiempos.
      A medida que el cemento fue sustituyendo al antiguo empedrado en el entorno de la ermita, la puesta de los pinos fue perdiendo posiciones hasta ser relegada a la localización actual, en el camino del cementerio. He oído que algún año el paso no asistió al evento, por lo que al año siguiente los chavales pusieron alguna barrera a fin de que no se repitiera el desaire; desde entonces, la procesión ha modificado su recorrido adaptándose al peregrinaje impuesto a los propios quintos.

      Cien años dan mucho juego y la evolución de la festividad es indiscutible. La génesis de la nueva práctica surgió a medio camino entre los acuerdos de 1912, que decidieron la creación de un protectorado en Marruecos, y el desastre de Annual (1921), y pretendía seguramente arropar a un grupo de muchachos que abandonaban su pueblo, obligados a defender una causa que no les interesaba lo más mínimo, y contaban con la eventualidad de no retornar; quizá por ello, los propietarios de los pinares toleraron la tala de algunos ejemplares, cuya venta incrementaría el escaso caudal de los nuevos soldados. Poner el pino fue una fiesta exclusivamente de quintos, en la que la familia participaba aportando un pollo o unas monedas para el vino, el pan, etc. y el resto de la población se limitaba a presenciar el espectáculo. Tras lo de África y el paréntesis que supuso la guerra del 36, la situación de los soldados mejoró, pero la celebración ya se había implantado en el calendario festivo local y en la mentalidad de los vecinos. Me han contado que hasta el 36 los quintos pedían permiso a los dueños de los pinares para cortar los árboles, aunque después de la guerra un sargento de la Guardia Civil propició la pérdida de esta deferencia con los afectados. No hubo un número fijo de árboles talados, pero algunas quintas cortaban más de los que ponían en la calle y, de este modo, obtenían mayor beneficio; la gente lo sabía, pero no se trató de impedir, creo.
      Quizá los cambios más llamativos hayan tenido lugar en las décadas próximas al cambio de milenio. En estas fechas se puso de moda dejar testimonio escrito de la excelencia de la quinta del año y las calles se llenaron de pintadas con los nombres de los incorporados; no contentos con ensuciar la vía pública, algunos decidieron utilizar las paredes del Almacén del Trigo para completar su obra, dejando el edificio con una apariencia lamentable pero, cuando se les amonestó su actuación, dejaron de hacerlo. Lo mismo sucedió respecto a la sustracción de pequeños animales domésticos, que luego subastaban –la subasta también es una incorporación reciente ̶ . Una novedad de estos tiempos ha sido la injerencia de intrusos en el desarrollo de los actos, tratando de entorpecerlos; paralelamente, los padres de los quintos se han incorporado al festejo, no sé yo si con la intención de protegerles de los perturbadores, o porque las quintas son cada vez más pequeñas y necesitan ayuda.  Se ha incrementado notablemente la duración de la “fiesta” que, en las últimas décadas, ocupa las noches de buena parte de la Semana Santa. Para ello cuentan con un local, cedido por el ayuntamiento, que han devuelto en un estado desastroso en más de una ocasión; a lo que parece son los muchachos con más edad los que provocan el estropicio, intentando tomar parte en el acontecimiento. Por lo demás, parece que se han adaptado bastante bien al momento actual. Las chicas se integraron en el evento unos años antes de que el gobierno nacional decidiera otorgar a las mujeres el acceso al ejército. Así mismo, algunos hijos de gentes  nacidas en Agudo y residentes en otros lugares aceptaron la posibilidad de formar parte de las quintas locales, incrementando con ello el escueto número de los participantes. Un hecho destacado podría ser la decisión, concertada con las hermandades de Semana Santa en 1997, de conducir los pasos en las procesiones.
      Hace unos años a través de las redes sociales se generó cierta alarma respecto al destrozo que ocasionan los quintos al talar de 10 a 15 unidades por quinta (100-150 árboles en una década). No apoyo el saqueo indiscriminado del medio natural, pero creo que también debería hacerse pública la cifra de alcornoques plantados en el término municipal en el mismo espacio de tiempo; así mismo, quizá convendría recordar que el pino no es autóctono de nuestra población y su introducción estuvo relacionada con un aprovechamiento maderero, que ya no existe. En todo caso, la evaluación del daño realizado en los pinares y los posibles cambios a realizar deberían contar con la opinión de los dueños de los pinares y con la venia de los agentes forestales que, a lo que parece, nadie tuvo en cuenta a la hora de generar alarmas ecológicas.
      No me gusta la puesta de los pinos, pero quiero dejar claro mi respeto por una tradición que, ante la indiferencia de los que deberían haber cooperado y el intervencionismo de los que deberían haber asumido el papel de meros espectadores, ha logrado sobrevivir en unos tiempos de modas y cambios. 

       Mi agradecimiento a Pedro García (1920-2018) y a su prodigiosa memoria, cuyos recuerdos han enriquecido en gran medida los contenidos de este artículo, y a Tomás Muñoz, que me ha permitido usar una vez más las fotografías del archivo de su familia.