Las fiestas de invierno en Agudo


[Este artículo se redactó en diciembre de 2015 y se publicó un mes después en la web Agudo joven. Cuatro años más tarde el texto conserva toda su vigencia porque, en Agudo, ciertas tendencias permanecen casi inalterables. A fin de que no olvidemos totalmente lo que fuimos y lo que hicimos, recuperamos estos párrafos para quien  guste de leerlos]

Decían nuestros predecesores que con noviembre llegaban "los santos de la capa blanca", es decir, los que coincidían con la temporada de las heladas. Los hielos exterminaban a la mosca de la carne, posibilitando el inicio de una de las actividades más esperadas del año: la matanza doméstica del cerdo. Aunque en Agudo se conocía el refrán Por San Andrés [11 de noviembre], mata tu res…, las matanzas no comenzaban hasta el mes de diciembre; seguramente, con esta demora quisieron asegurarse una climatología idónea que contribuyera al éxito de la conservación de los productos elaborados. En todo caso, no era excepcional que a mediados de otoño, en el momento de la siembra, algunas familias decidieran incrementar las exiguas reservas alimenticias sacrificando un cerdo complementario, comúnmente conocido como el guarro sementero.
Además de su trascendencia en el sustento familiar, la matanza tuvo un destacado componente festivo, que hizo de este acontecimiento uno de los momentos más esperados del año. Durante esos días (mínimo dos por hogar) se sucedían actividades que, con el tiempo, se acoplarían a las celebraciones navideñas. Destacaba la gastronomía, no tanto por la originalidad de los platos como por su excelencia. Las migas, las sopas de cachuela, el cocido y el arroz con pollo constituían el repertorio de viandas cocinado, aunque los ingredientes cárnicos y grasos se incrementaban considerablemente respecto a los ingeridos en el menú cotidiano. Un refrán bien conocido recalca la esplendidez de la pitanza matancera: Tres días hay en el año que se llena bien la panza, Jueves Santo, Viernes Santo y el día de la matanza. La concurrencia de parientes y conocidos constituía un motivo de alegría que se manifestaba mediante cuentos, leyendas, historias y canciones, según la edad y los intereses de la concurrencia. La tertulia familiar en torno a la hoguera constituía uno de los momentos más idóneos para que los abuelos transmitieran sus conocimientos y experiencia a los más jóvenes; también se cantaban villancicos y romances, fundamentalmente, acompañados de zambombas y cualquier objeto doméstico que pudiera producir un sonido armonioso (almirez, botella de anís, etc.). Cuando llegaban Nochebuena, Navidad, Nochevieja, etc., las familias ya se habían reunido, habían comido y habían festejado; entonces  tocaba el turno de las celebraciones religiosas, puesto que las profanas  habían apurado su parte.
En los primeros siglos del predominio cristiano, todavía pervivían en Europa diversos ritos paganos entre los que se incluían las hogueras, dedicadas al sol durante el solsticio de invierno. A través de tiempos y culturas, el fuego ha estado asociado con la eliminación de espíritus maléficos, plagas y otras catástrofes sobrenaturales; quizá por esta razón, un buen número de cristianos participaban en estas prácticas que, a fin de cuentas, habían formado parte de sus propias creencias en tiempos no tan pasados. Por otro lado la iglesia occidental, que no había aceptado la fecha adoptada por las iglesias cristianas orientales para conmemorar el nacimiento de Cristo (6 de enero), optó por el 25 de diciembre, haciéndolo coincidir con el solsticio de invierno y las festividades asociadas a este acontecimiento. La absorción de elementos cultuales y lúdicos, entre otros, es una constante en el acontecer de la humanidad y la iglesia occidental ha hecho buen uso de esta práctica.

      La realización de hogueras para el solsticio de invierno aparece documentada ya en tiempos de Carlos III; en la recopilación de asociaciones religiosas ordenada por el Conde de Aranda ya se menciona esta costumbre en Agudo, que constituía una especie de novenario lúdico y religioso anterior al nacimiento de Cristo.  Mi abuelo, nacido en 1900, me contó que, cuando él era joven, se celebraban las iluminarias, denominadas de Santa Lucía, seguramente por la proximidad del inicio de aquéllas con la conmemoración de la santa. Desde el 16 al 24 de diciembre, ambos incluidos, tenía lugar el novenario de Navidad, integrado por misa matinal y hoguera al anochecer. Cada uno de los nueve días, una calle o grupo de ellas se encargaban de preparar y costear las actividades lúdicas y la ceremonia religiosa. En el lugar elegido de la vía pública, los vecinos depositaban leña y trastos viejos (albardas, serones, etc.) que, con las últimas luces, se prendían fuego. En torno a la lumbre, los jóvenes hacían corros y bailaban jotas con acompañamiento instrumental (guitarras, bandurrias, etc.). Durante la fiesta, los organizadores (los vecinos de la calle) agasajaban a los participantes con rosetas (palomitas de maíz), nueces, almendras, higos pasados, etc. En un momento no determinado de la centuria pasada este festejo dejó de celebrarse sin que sepamos la causa que lo motivó. Fue después de 1955, cuando se recuperó durante unos pocos años; el promotor fue un cura recién llegado, D. Alfonso Aspe, que denominó al evento las nueve jornadas de María y comenzaban el 13 de diciembre; parece ser que no subsistieron durante muchos años porque los jóvenes realizaron algunas gansadas que el sacerdote no parecía dispuesto a consentir.
Una costumbre navideña muy arraigada en Agudo fue el aguinaldo, cuyo origen se entronca con una tradición romana de corte similar. Consistió esta práctica, ya casi olvidada en nuestra localidad, en cantar una estrofa de villancico (las había específicas para la ocasión) a la puerta de las casas con la esperanza de obtener una pequeña recompensa (como trato o truco, pero con raíces locales). Algunos dulces y pequeños obsequios recibían los miembros más pequeños de la familia a modo de aguinaldo en los días previos a la Nochebuena (creo que tenía lugar los días 22 o 23, aunque no me lo han confirmado). Todavía se conservan en los baúles algunos refajos antiguos de los que vistieron  las jóvenes ataviadas de pastoras, que cantaban villancicos por la calle; consistían en amplias faldas de lana de colores vivos con una cenefa ancha de flores (los rojos con rayas negras son posteriores). Del atavío de los chicos conservamos una fotografía que nos confirma que no fuimos tan distintos a otros lugares de la geografía española (el trasiego constante de los ganados de la Mesta debió dejar algún poso en estos lares); tiempo después se popularizó un terno (delantales, chaleco y zurrón de cuero), que, más o menos completo,  aún se ve de vez en cuando en la romería San Isidro.
Hace algunos años la asociación de padres del colegio público intentó revitalizar este rito desde la escuela, aunque no prosperó. La Biblioteca Municipal ha establecido la visita de los niños a las residencias geriátricas con el fin de felicitar las fiestas a los ancianos y alegrarles la tarde con unos villancicos; no tiene mucho en común con los usos pasados, pero es lo que hay.
Sin embargo la tradición más representativa la realizan los auroros hasta donde alcanza la memoria. Estamos tan acostumbrados a ella que no le concedemos importancia alguna; quizá por ello, la mayor parte de nosotros estamos haciendo bien poco por su pervivencia y difusión. En la mañana de Navidad, Año Nuevo y Reyes, después de misa, los auroros recorren el pueblo cantando una orchana a la puerta de cualquier vecino dispuesto a entregarles un donativo; también cantan en las misas de Nochebuena y Nochevieja. Desconocemos el origen de estas prácticas tan singulares, si bien podemos corroborar que las orchanas constituyen un repertorio de estrofas separado del que se utiliza el resto del año y que la cofradía de la Virgen del Rosario se fundó en el siglo XVI, conservando su libro de cuentas desde entonces. Con semejante lustre, otras localidades se mostrarían orgullosas de su legado y lo proclamarían por todos los medios a su alcance (me consta que lo hacen), pero en Agudo somos reacios a  valorar el patrimonio recibido de nuestros predecesores.
El conjunto de prácticas y festejos que se realizan actualmente en nuestra localidad responden, más que a usanzas maduradas a través de los tiempos, a modas fomentadas por los centros comerciales y divulgadas por los medios de comunicación, actuales gurús de la "kultura aztual", que nos hemos acostumbrado a seguir sin rechistar. Si bien es cierto que toda tradición fue en su origen una novedad, no es menos cierto que, si en todo momento nos vamos acoplando a las tendencias, que grupos interesados dictan, acabaremos convirtiéndonos en imitadores mediocres de eventos proyectados por y para otros. Mientras escribo estas líneas contemplo un documental que conmemora el 75 aniversario de la romería de San Isidro en Fuente de Cantos (está declarada fiesta de interés cultural) y me pregunto, no sin cierta pesadumbre, qué no serían capaces de hacer en ese pueblo con dos cofradías con un bagaje similar a las del Santísimo y los auroros. De nosotros depende la supervivencia del legado cultural que conservaron y nos han transmitido las generaciones pasadas, pero tengo poca confianza en que sepamos y queramos hacerlo.

Observaciones:
      La lámina reproduce la tabla central del tríptico La Adoración de los Reyes Magos de El Bosco y se adquirió en el Museo del Prado; el marco lo realizó Antonio Palomares, Palomillo,  y lo pinté yo misma. Las estrofas corresponden a los villancicos tradicionales que se cantaban Agudo (supongo que en más lugares también, pero yo los he oído aquí), desde las matanzas hasta la consumación de las celebraciones navideñas. La puerta con sus herrajes, la pared donde se apoya y las tejas que asoman en el ángulo inferior derecho son obra de artesanos locales; la parra la plantó mi abuelo. La segunda imagen no precisa aclaraciones, creo.
Aurelia Cabanillas me ha proporcionado la información sobre las nueve jornadas de María. Del blog de Salva (38 grados norte blogspot) he cogido los datos sobre los tiempos de Carlos III.