Al menos hasta el siglo XVIII, fue creencia generalizada que los fenómenos naturales y el medio en que el ser humano se desenvolvía dependían de la voluntad divina; además, existía cierto convencimiento de que Dios premiaba o castigaba en razón del comportamiento individual o colectivo de los hombres. En este contexto, sequías, temporales, plagas y demás calamidades naturales, que se presentaban con demasiada frecuencia en unos tiempos en los que las capacidades humanas para intervenir en la naturaleza eran muy limitadas, solían atribuirse a la cólera divina, dispersada sobre la humanidad. El modo de evitar que la cosecha se malograra por cualquiera de las adversidades mencionadas era recurrir a Dios y, para ello, los fieles se buscaron un buen conjunto de dignatarios más asequibles que intercedieran ante Aquél. Estas figuras son Cristo y la Virgen, aunque también un elenco de santos, muchos de ellos verdaderos expertos en la función para la que se les requería. La primavera es la estación primordial en el desarrollo de una buena cosecha, de ahí que la celebración de un buen número de santos amparadores tenga lugar en estos meses. Agudo debía comenzar sus súplicas con San Francisco de Paula, el dos de abril, pues un cuadro con su retrato había en La Virgen antes de la Guerra Civil; le seguía San Marcos, sin efigie, pero con una devoción que aún permanece; el uno de mayo comenzaba el ritual de la bendición de los campos, que se prolongaba hasta el nueve, festividad de San Gregorio, también tenía un cuadro; mientras tanto, el día ocho se conmemoraba la Aparición de San Miguel, santo doblemente festejado y titular de una ermita, que también ayudaba; el último santo relacionado con la lluvia, creo yo, era San Isidro, quince de mayo; en todo caso, si todos ellos fallaban, siempre quedaba la posibilidad de sacar a la Virgen de la Estrella.
El 25 de abril, festividad de San Marcos, tenían lugar las Letanías Mayores o Rogativas Mayores realizadas con el fin de generar una buena cosecha y repeler las sequías y tempestades. Fueron establecidas San Gregorio Magno en los primeros siglos del cristianismo en sustitución de las Robigalia romanas. El ceremonial de las Letanías Mayores se iniciaba en la iglesia, donde se reunían los fieles y los clérigos. El oficiante, con vestiduras moradas, debía cantar dos antífonas y el salmo 43 entre ellas. Acto seguido se cantaba la Letanía de los Santos, seguida de las súplicas por la protección ante las posibles adversidades. A continuación tenía lugar la procesión, precedida por la cruz, seguida por el oficiante y demás miembros del clero, autoridades y, por último, el conjunto de fieles. Si en el recorrido de la procesión había algún otro templo era obligatorio cantar una antífona al respectivo patrón. Si el itinerario era largo, podía repetirse la Letanía de los Santos, o cantar salmos, o ambas cosas. La comitiva finalizaba en la iglesia donde comenzó, allí se cantaba el Padrenuestro, el salmo 69 y otras oraciones que clausuraban el ritual.
Al margen de las oraciones específicas ya mencionadas en el párrafo anterior, durante el recorrido procesional se reza un rosario completo (los quince misterios) y se cantan canciones religiosas, ya sean de súplica o de agradecimiento. La gente mayor recuerda que antes se cantaba más que ahora, tal vez algunos misterios serían cantados, pues en las procesiones del Rosario de la Aurora todavía se hace así. Respecto a la Letanía de los Santos, no existe certeza sobre su presencia en esta celebración, aunque tampoco hay datos en contra. Todavía hoy, los fieles asistentes al rosario de madrugada cantan la letanía en latín y nos consta que en otros tiempos no fueron pocas las personas, especialmente mujeres, que podían hacerlo de memoria; además, el primero de mayo comenzaba el novenario de la bendición de los campos que precedía a la festividad de San Gregorio y estas jornadas sí contaban con la presencia del clero y el canto de la Letanía de los Santos.
Se ha dejado para el final un elemento de difícil interpretación para nosotros aunque no por ello carente de interés. Sin responder a un número de veces fijo ni a lugares determinados, cada cierto tiempo se produce un sorprendente diálogo iniciado por uno de los concurrentes:
–San Marcos, ¿renuncias a la ley?
–No.
–Pues siga la procesión.
Carecemos de una argumentación razonada para explicar esta plática que, aparentemente, no parece ajustarse bien a la ortodoxia, pero tampoco nuestra celebración aparenta otra cosa. Una procesión sin cura, un santo que no ha tenido imagen en ninguno de los templos locales y una celebración, cuyos orígenes parten de una celebración precristiana no son precisamente ingredientes que casen con las normas. Otra cosa es el modo en que siguen los rezos y coplas, pues una gente cuya subsistencia ha dependido siempre de aquello que cae del cielo, tiene muy claro qué hace y cómo lo hace.